3. Por qué duele el amor
¿Quién no ha sufrido, en algún momento de su vida, por cuestiones amorosas? Quizás, junto a la muerte, el dolor romántico es la experiencia vital más común a lo largo y ancho del mundo, sin importar procedencias geográficas, clases sociales u orientaciones sexuales de aquellos a quiénes afecta. ¿Y quién, tras una ruptura sentimental, no ha pensado que igual se sentía como se sentía porque había algo en su cabeza que no estaba bien? Bueno, pues hoy os vengo a consolar. La socióloga franco-marroquí Eva Illouz no sólo planteó la pregunta correcta en su ensayo Por qué duele el amor, sino que además se atrevió a ofrecer respuestas.
Una pregunta tan ambiciosa requiere una respuesta a la altura. Por ello, Illouz disecciona en el libro los fundamentos del amor romántico contemporáneo para contraponerlos al ideal amoroso de nuestros antepasados del siglo XIX. Durante centurias, el ideal romántico en Occidente estuvo dominado por ideas de caballerosidad, cortesía y una entrega al otro que podríamos considerar como una experiencia casi religiosa. En la actualidad, no obstante, las cosas han cambiado: los ideales políticos relativos a la libertad sexual o la igualdad de género han provocado que el amor haya perdido este «halo místico» y haya sufrido una especie de profanación. Si hay una idea que domina la experiencia amorosa en la contemporaneidad es la de la elección. Por eso, Illouz analiza aquí con profusión la arquitectura de la elección de pareja, los fundamentos de la sexualidad y lo que considera un proceso de «enfriamiento del deseo» y de «debilitamiento de la voluntad».
En el siglo XIX, las mujeres eran consideradas atractivas no tanto por su belleza física como por su «belleza interior», entendida ésta como la rectitud moral, el carácter y la configuración psicológica de la mujer en cuestión. Es con la llegada del consumismo, en especial en relación al mercado de la cosmética a partir de las primeras décadas del siglo XX, cuando «la industria publicitaria desanudó el lazo entre la belleza y el carácter», posibilitando así la legitimación de la sexualización primero del cuerpo femenino y, después, del masculino. Este proceso tuvo una influencia determinante en el proceso de selección de pareja, ligando de forma indisoluble la idea de «vínculo romántico» y la de «atracción sexual». La belleza perseguida en el mercado matrimonial dejó de ser moral y la belleza física cobró importancia, lo que supuso que los criterios para la elección de pareja se subjetivizaran y dejaran de ser compartidos por la comunidad: en la actualidad no se trata de que las personas candidatas a encontrar pareja sean seres moralmente rectos y de la misma clase social que sus aspirantes, sino que la cosa se ha complejizado y «los límites sociales de carácter formal» que regulan el acceso a las relaciones amorosas han dejado de existir, dando paso a una competencia intensa en el mercado matrimonial porque, ahora, todos competimos contra todos.
Esto ha tenido también, consecuencias sobre la forma de relacionarnos con nuestra pareja una vez hemos encontrado una. Durante el siglo XIX, el proceso de cortejo se centraba en que los hombres elogiaran a una mujer y ella negara sus virtudes y expresara su sentimiento de inferioridad respecto a los ideales morales dominantes, subrayando así sus propios defectos frente a los criterios comunes, compartidos y, lo más importante, objetivos, con los que se medían las aspirantes al matrimonio. Las relaciones actuales se basan, casi al contrario, en la constante demanda de reconocimiento, en un «proceso constante e interminable de validación» que nos ayuda a autoconvencernos de nuestra singularidad y nuestra individualidad (a todos nos suenan frases como «es que nunca me dices que me ves guapo», «es que nunca me dices lo lista que soy»). Para Illouz, el amor pasa así al terreno de la inseguridad y la incertidumbre ontológica. Aunque siguen existiendo unos estándares de deseabilidad, entra en juego algo muy importante: la compatibilidad psicológica entre dos personas concretas. Esta compatibilidad es algo completamente impredecible, la antigua «seguridad emocional» no existe en el amor moderno. Cuando conseguimos pareja, la incertidumbre se traduce en una comparación tácita constante entre la realidad que vivimos y la realidad que nos gustaría vivir y se convierte en una constante «anticipación de la decepción» generada por nuestras expectativas y por la sensación de provisionalidad. Se convierte en sufrimiento.
Según Illouz, en épocas pretéritas el sufrimiento amoroso «no afecta ni debilita el sentido del valor propio, sino que ayuda a expresar la delicadez y la sofisticación del alma». En la contemporaneidad, sin embargo, este dolor debe ser «amputado» por ser considerado síntoma de un desarrollo psicológico defectuoso que amenaza y debilita al yo interior. Sufrir por amor no es hoy signo de nada más allá que una debilidad emocional que pone en peligro la estabilidad mental. Sin embargo, Illouz nos tranquiliza: no sufrimos por amor porque tengamos, individualmente, ningún problema psicológico, sino que lo hacemos por «caprichos y sufrimientos de nuestra vida emocional» a los que les dan forma «ciertos órdenes institucionales». Para ella, «el amor apasionado implica dolor y ese dolor no nos debe atormentar». La pasión amorosa sirve para acabar con el estado de indecisión y constituye «el único tipo de amor que sirve como brújula para orientar nuestra vida». No seré yo quien contradiga a Eva Illouz.
Qué leer
No sé si existe alguna novela que relate de forma más desgarradora el sufrimiento amoroso que Carta de una desconocida, de Stefan Zweig. Si la hubiera, casi que mejor no quiero saberlo.
¡Que tengáis un buen inicio de semana! Nos leemos el domingo que viene.