Escribió Borges en sus Nueve ensayos dantescos que enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible. Todo el mundo lo ha experimentado: conocemos a alguien y sufrimos una especie de suspensión de la capacidad de juicio que hace que sintamos una adoración acrítica por esa persona, hasta el punto de que es difícil determinar qué es lo que amamos en las fases más tempranas del proceso de enamoramiento: si a un ser humano que existe en la realidad externa a nuestra mente o sólo a la imagen que hemos generado nosotros de él y que apenas guarda relación con un ser real. Borges lo expresaba diciendo que Dante profesó por Beatriz una adoración absoluta que hizo que ella existiera infinitamente para él, pero que él existiera muy poco, tal vez nada, para ella. Roland Barthes lo comparó, de forma menos amable, con pegar la nariz a un espejo: «miramos, contemplamos, escrutamos y nos vemos exclusivamente (…) a nosotros mismos»
Para Eva Illouz, el amor puede compararse con una creencia religiosa que provoca que nos convirtamos sin darnos cuenta en acérrimos seguidores de la doctrina de Platón, haciendo que veamos en la persona amada «el reflejo de una idea perfecta que existe sólo a través de ella». Resulta curioso cómo, en sus primeras fases, el enamoramiento es en la práctica indistinguible de un encaprichamiento cualquiera. Barthes lo describía como un enigmático trauma que nos aboca a un estado hipnoide en el que estamos inmersos un tiempo y que, al acabar convirtiéndose en algo persistente, se transforma en lo que conocemos como el estado amoroso. Será entonces cuando la persona enamorada es liberada del rapto inicial y tendrá lugar el inicio de lo que Stendhal describió como «la operación del espíritu que en toda circunstancia descubre nuevas perfecciones en el objeto amado», el momento en el que alguien, en estado de estupor amoroso, no ve a la persona amada como realmente es, sino como le conviene que sea.
Ese estado de agradable letargo, no obstante, acaba llegando a su fin en algún momento. La excitación que provoca la novedad se acaba haciendo cada vez menos intensa. Se nos empiezan a hacer evidentes algunos de los defectos de la persona amada. Nos damos cuenta de que, contra todo pronóstico, la persona de la que nos hemos enamorado es sólo eso: una persona. Y el delirio amoroso se empieza a diluir. Pero no lo hace, por supuesto, para desaparecer sin dejar rastro: al fin y al cabo, para amar a alguien de forma sostenida en el tiempo es necesario que parte de este estupor inicial sobreviva, aunque sería ingenuo pensar que puede hacerlo manteniendo invariable su esencia. Si el amor es, como dice Illouz, una especie de microrreligión, no es una tontería pensar que el mantenimiento de un nivel mínimo de mística es necesario para que la doctrina amorosa mantenga convencidos a sus fieles.
Pero, igual que la fe no es el único elemento definitorio de una religión, tampoco el amor puede vivir sólo del enamoramiento. El rapto barthesiano inicial está vinculado de forma particular con nuestros sentimientos en un sentido muy físico, muy primario, cuyo origen se explica en gran parte por causas ajenas a nuestra voluntad. Una vez ese estado de hipnosis se normaliza, la atracción que alguien ejerce sobre nosotros puede no ser suficiente razón para que nos siga interesando mantener una relación sexoafectiva con esa persona y comenzamos a necesitar algo más. En concreto, siguiendo con el símil religioso, lo que necesitamos es no perder de vista la serie de instituciones y ritos que vertebran las relaciones amorosas, porque será esta la dimensión de las mismas sobre la que podemos ejercer cierto control, la que nos permite deshacernos de la sensación de que nuestra vida sentimental depende de los caprichos del destino. Porque en gran parte el amor puede entenderse como un proyecto de la voluntad, como una construcción consciente sobre la que las personas implicadas tenemos agencia.
En Todo sobre el amor, bell hooks critica la idea del enamoramiento como algo que cae sobre nosotros y nos golpea como un rayo. Según ella, el amor no es algo que simplemente acaece, algo que nos abruma y nos fuerza a abandonarnos a él cuando se presenta ante nuestros ojos. hooks cree que no podemos partir del axioma de que escoger un compañero no implica elección ni decisión por nuestra parte y se enfrenta a este planteamiento rescatando las ideas de Erich Fromm sobre el amor como algo que es, en esencia, un acto de la voluntad. Para el filósofo alemán, el amor no puede limitarse a ser solo un sentimiento si queremos que se extienda en el tiempo, sino que lleva aparejados una decisión y un compromiso alcanzado entre varias personas que sí puede convertirse en la base sobre la que construir algo que dure a largo plazo. El amor está en los gestos, grandes o pequeños, presentes en la relación entre dos personas, en las normas de funcionamiento, en los ritos de una pareja.
bell hooks rechaza la teoría barthesiana del arrobamiento: «seguimos creyendo que [cuando nos enamoramos] nos vemos arrollados, raptados, que no tenemos posibilidad de elegir ni de ejercer nuestra voluntad», pero no. Yo, sin embargo, me he sentido raptado las veces suficientes como para ser más de Barthes que de hooks en este punto. Pero sí me parece evidente que hay mucho de ingenuidad en la creencia de que el amor es algo que debe fluir, algo que no cuesta, que sale solo, que ni siquiera te tienes que esforzar mucho en buscar de forma activa cuando entablas una relación con alguien porque llegará por sí mismo. En realidad, es el enamoramiento lo que nos muerde sin que podamos hacer mucho para evitarlo. Porque el enamoramiento viene dado, pero el amor lo construimos nosotros.
Nadie nace sabiendo querer bien y conseguir aprender exige un esfuerzo constante y consciente, que además se extenderá en el tiempo, porque es probable que nunca lleguemos a ser estudiantes del todo aplicados en esto. Si el amor es una microrreligión, como defiende Illouz, sólo se puede mantener de forma satisfactoria conservando la fe de las personas implicadas, lo que puede conseguirse sólo con la construcción de bases sólidas sobre las que edificar los ritos que regirán una relación para que los futuros posibles percibidos por las personas involucradas sean lo suficientemente atractivos como para que sigan siendo fieles a la misma.
La dibujante sueca Liv Strömquist lo expresó de forma inmejorable en su cómic No siento nada, que recomiendo mucho leer:
Así que, si queremos que la magia no desaparezca, hay que comportarse como dos papas en una pequeña capilla que dedican su tiempo a comer tapas los dos solos, a mover de un lado a otro un incensario, a celebrar un aniversario, a tragar una sagrada forma (…) a disfrutar del chute emocional que sugiere la fe absurda e irracional en nosotros dos, en que existen un sentido y un objetivo para que estemos juntos, como si prestásemos un servicio de por vida en un monasterio.
Estoy encantada con todo lo que has escrito, me encanta como citas a tantos autores y compartes sus criterios en las diferentes posiciones. Que lindo leer algo donde salgo con nuevas palabras por implementar, nuevos pensamientos y escritores por leer.