Es curioso que la mejor definición que he leído nunca sobre una relación sentimental la diera un historiador francés de finales del siglo XIX que en realidad nunca reflexionó por escrito sobre el amor. De hecho, cuando la formuló, Ernest Renan pretendía definir otra cosa: el concepto de nación. Pero así, por casualidad, en una conferencia en la Sorbona a principios de la década de 1880, nos legó involuntariamente una exposición perfecta y precisa de qué es un compromiso sentimental entre dos personas: «un plesbiscito cotidiano», un plébiscite de tous les jours.
Mantener una relación con alguien es elegir a esa persona a diario. La mayoría del tiempo la elección es inconsciente, no existe una reflexión explícita en la que abordamos los pros y los contras de conservar a alguien o alejar a esa persona de nuestro lado para acabar decidiéndonos por una de las dos opciones. Lo normal es no sentir que estamos eligiendo. Sólo cuando tenemos una crisis, cuando alguien nos decepciona, entristece o enfada profundamente podemos llegar a enfrentarnos al escenario en el que tenemos que tomar una decisión de forma consciente. Pero claro que elegimos constantemente, aunque sea de forma implícita: mantener un vínculo tan estrecho con una persona nos obliga a dedicar tiempo a cuidar ese lazo y nos fuerza a respetar una serie de normas no escritas que rigen la existencia del mismo.
Como consecuencia, es inevitable que nos interroguemos de forma periódica sobre si deseamos seguir manteniéndolo o no. Sobre todo porque si decidimos hacerlo, estamos a la vez renunciando a todo aquello por lo que no optamos, todo lo que queda al margen. Sara Torres lo expone en su maravillosa primera novela, Lo que hay, de forma más elocuente de lo que podría hacerlo yo nunca:
Por amor he llegado aquí y también he ido perdiendo el enlace a otras vidas posibles, es difícil no tenerlo en cuenta. Mientras amamos, aquello que nos enciende promete que tal vez haya un modo de vivir distinto a la renuncia.
Pero sabemos que en realidad no lo hay y que elegir es, ante todo, renunciar. En concreto, renunciar a todo aquello que queda al margen de la elección, de todos esos presentes y futuros alternativos que dejamos de vivir a causa de ésta. Por eso es interesante tratar de conocer las características de este plebiscito diario al que nos enfrentamos cada vez que mantenemos una relación sexoafectiva de cualquier tipo. Sea explícita o no, creo, la elección cotidiana se da en al menos dos ámbitos diferenciados: en el de la naturaleza del vínculo especifico y en el relativo a la persona involucrada en el mismo. El primero tiene que ver con la elección sobre la esencia misma de una relación concreta, sea del tipo que sea, y con los pactos y normas (tácitas o no) que la rigen. Si hubiera que explicitar la cuestión que nos suscita el plebiscito en este punto, podría ser esta: «¿quiero tener este tipo de vínculo con alguna persona?». El segundo ámbito al que afecta el plebiscito, por otra parte haría referencia a cuando lo que nos preguntamos es más bien si una persona concreta es la correcta para mantener una clase de lazo específico con ella. Es decir: «¿quiero tener este tipo de vínculo con esta persona?»
Simplificándolo al máximo, se podría decir que, en última instancia, el resultado de esta elección diaria depende de si nos son más apetecibles los futuros que nos ofrecen una persona y la naturaleza del vínculo que tenemos con ella o, por el contrario, hay algo externo (e incompatible con) ellos que nos resulta más prometedor. Las razones que explicarían nuestro mayor o menor convencimiento sobre lo que nos ofrecen unas u otras personas, por supuesto, son amplísimas y van desde los rasgos de la personalidad de alguien hasta la aparición de nuevos actores en nuestra vida que nos abran perspectivas antes no contempladas. Pero no están vinculadas únicamente a este ámbito micro, sino que a la hora de decantar el resultado de este plebiscito diario también entran en juego diversos factores sociológicos (algunos ya se han tratado en otras entregas de esta newsletter; os dejo la principal al final de este texto1). Siguiendo la teoría de mi admirada Eva Illouz, podríamos destacar que procesos como la relajación de las convenciones sociales, el consiguiente aumento de las personas potencialmente candidatas a convertirse en nuestras parejas o la capacidad de buscar fuentes de placer alejadas del ámbito matrimonial facilitan que tengamos un horizonte de futuros sentimentales posibles que quizás nunca antes, en la historia de la humanidad, ha sido más amplio.
Por eso es difícil escapar del sentimiento de insatisfacción permanente. Cuesta sentir que algo o alguien es suficiente si vivimos en un mundo dominado por una supuesta abundancia que nos hace pensar que tenemos libertad para tomar infinitas decisiones. Y cuesta pensar en cómo podríamos, en este plebiscito diario, optar por quedarnos a largo plazo como estamos si, parafraseando y retorciendo a Marx, percibimos de forma constante que no tenemos nada que perder más que nuestras cadenas y que ahí fuera hay todo un mundo que ganar.
No sé cuál podría ser la solución, si es que creemos que hay que encontrar una y consideramos que lo deseable sería alargar lo máximo posible la duración de este tipo de vínculos con los demás. Lo que es seguro es que no tiene sentido esperar que decisiones o comportamientos individuales vayan a servir para frenar procesos sociales como los que comento y que el planteamiento tendrá que enfocarse, por tanto, desde una perspectiva colectiva y largoplacista. Mientras tanto, es posible que sí haya algunas cosas que hacer en el ámbito de actuación individual.
Quizás plantearnos si el verbo conformarse tiene más mala prensa de lo que debiera nos ayudaría a enfrentarnos mejor a las decisiones que tomemos, de forma más o menos consciente, en el terreno de las relaciones sexoafectivas. Además, convendría reflexionar sobre si esta abundancia de futuros posibles existe de verdad o si ese supuesto mundo de posibilidades infinitas no es sólo una ilusión. Quizás deberíamos tratar de aprender a darnos por satisfechos cuando logremos construir un vínculo con alguien que de verdad nos haga sentir a gusto y cumpla todas nuestras necesidades, sin sentir constantemente la presión y el temor de que podríamos estar perdiéndonos algo mejor que lo que ya tenemos y no llegar a saberlo nunca. Ya lo escribió Shakespeare en la boca del Duque de Albany, el personaje del Rey Lear, en 1605: «agitándonos para alcanzar lo mejor, maleamos a menudo lo bueno».