La literatura es un arma de doble filo y, en periodos de incertidumbre vital, es necesario aproximarse a ella con cautela. Suele ser arriesgado buscar respuestas en ella porque a veces sólo es capaz de plantear nuevas preguntas, no de responder a ninguna de las existentes. Por eso los libros representan, a la vez, la posibilidad de salvación y el mayor de los peligros.
Los primeros seis meses de 2022 fueron, para mí, un ejercicio de funambulismo involuntario que me tuvo, todos los días durante medio año, al borde de caer al vacío. Y lo que me salvó no fueron los libros, en los que sólo encontré consuelo cuando dejé de sentirme como un equilibrista. Pero qué gran servicio me han prestado desde entonces, cuánto me han ayudado a entender algunos aspectos de mi vida.
Este año ha sido, para mí, el de reflexionar sobre el amor, sobre qué representa en la vida de las personas y qué lugar ocupa en la mía propia. He acudido a los libros para tratar de comprender los fundamentos de las relaciones sentimentales y para buscar respuestas sobre qué ocurre, qué hay que esperar, cuando el amor se termina. Aunque no sólo a los libros. En cosa de un mes, a principios de año, mis dos amigas más cercanas y yo pasamos cada uno por su respectiva ruptura sentimental. Desde entonces, creo que hemos acumulado entre los tres varios cientos de horas de audios de WhatsApp sobre la materia que un día debería ordenar y enviar a una editorial. Mi plan, de momento, es ir escribiendo aquí parte de lo que he aprendido con ellas y con los libros. Y luego quién sabe.
Durante estos meses, he leído a Eva Illouz una y otra vez. Los veteranos de aquí recordaréis que le dediqué la tercera edición de la anterior vida de esta newsletter a Por qué duele el amor: Una explicación sociológica, en el que analiza los fundamentos del amor en el siglo XXI y el mercado de elección de pareja. En El fin del amor: Una sociología de las relaciones negativas, se centra más bien en examinar las condiciones sociales y culturales que explican parcialmente el acto de abandonar una relación o de no entablar una nueva. Su punto de partida es que el amor actual se mueve en un marco de incertidumbre ontológica en el que ni nosotros mismos tenemos muy claro lo que queremos ni cómo conseguirlo. Pero no os preocupéis, porque no es culpa nuestra.
La meta de la vida amorosa de nuestros abuelos estaba más o menos definida, las reglas de juego estaban bastante claras y lo que se podía esperar de un futuro cónyuge era relativamente común para personas de una misma clase social. La evolución de las relaciones románticas y, muy importante, de la sexualidad, durante las últimas décadas ha provocado que ahora nos movamos en marcos inciertos en los que nada de esto está claro. Factores como el aumento de la capacidad de elección, la posibilidad de optar por el divorcio o la oportunidad de encontrar fuentes de placer en lugares apartados del ámbito matrimonial han tenido como consecuencia que exijamos a nuestras parejas o potenciales parejas mucho más de lo que les exigían las generaciones anteriores. O, al menos, les exigimos satisfacción en un mayor número de campos de nuestra vida, campos de los que, para anteriores generaciones, convenía apartar a las parejas sentimentales. Tamara Tenenbaum, en un libro de igual nombre pero distinto subtítulo que el de Eva Illouz (El fin del amor: Amar y follar en el siglo XXI), lo explica así:
Tu pareja, de pronto, debe satisfacer todas tus necesidades: tiene que ser tu mejor amigo, tu confidente, tu semental, tu compañero de viaje. No hay cosas que no puedas hablar con él (o ella), ni lugares a los que prefieras ir con otra persona, ni acontecimientos que no quieras compartir con él (o ella): es todo tu universo.
Cómo no vas a exigir cuando tu pareja está destinada a ser la persona más relevante en tu vida y -esto es importante- las posibilidades de elección son, en la práctica, infinitas una vez hemos relajado las convenciones sociales sobre este tema. Estamos condenados a la insatisfacción permanente, a la sensación de que siempre puede haber algo mejor, de que quizás te estás perdiendo a alguien que te llenaría de verdad. Voltaire citaba en en sus escritos a «un sabio italiano [que] dice que lo mejor es el enemigo de lo bueno». Amén a eso.
Pero la otra parte de la historia es la de qué ocurre cuando no tienes pareja y estás disponible emocionalmente. Según Eva Illouz, al utilizar aplicaciones como Tinder, al conocer a alguien en cualquier reunión social, o cuando, en definitiva, entra una persona nueva a nuestra vida por la que sentimos algún tipo de atracción, las expectativas que tenemos con respecto a ella contemplan un rango que va desde «un sexo rápido y descartable [a] la posibilidad de conocer a ‘la [persona]de tus sueños’, dos extremos que permiten entrever un amplio abanico multiforme e indefinido de posibilidades intermedias». La práctica del cortejo tradicional se caracterizaba por lo contrario: el hombre de turno rondaba a la mujer correspondiente y, con la aprobación paterna tras comprobar que el aspirante a yerno era un «buen partido» objetivamente hablando (es decir, por su posición social o económica), tenía lugar un enlace matrimonial y el comienzo de una vida conyugal más o menos desdichada, sin que las nociones de amor o de elección individual de las mujeres jugaran un rol relevante en el proceso. Sin embargo, una vez relajadas las reglas que rigen el mercado de las relaciones sentimentales, es muy difícil conocer cuáles son las intenciones exactas de las personas con las que iniciamos un proceso de acercamiento de carácter sexoafectivo. ¿Se quiere casar conmigo o sólo quiere follar un par de veces? Si le hablo de más, ¿va a pensar que me estoy enganchando? ¿Por qué me ha dejado en visto? Los Arctic Monkeys lo explicaron bien:
I bet that you look good on the dance floor
I don't know if you're looking for romance or
I don't know what you're looking for
Sostiene Illouz que, «en las culturas sexualizadas, la sexualidad pasa a ser el terreno prima facie de las interacciones: los hombres y las mujeres se abordan como actores sexualizados a priori». Estamos confundidos por las posibilidades que ofrece la liberación sexual porque tenemos más facilidad que nunca antes en la historia a la hora de expresar a través de ella nuestra individualidad, de ser libres, de vivir nuestro deseo y hacer con él lo que queramos. Para Illouz, esta lógica hace muy difícil determinar si existe una obligación de reciprocidad hacia el otro. Una mujer citada en el libro hace esta reflexión: «es la máxima alienación, los “bienes” son abundantes y fácilmente accesibles, pero uno no pone mucha inversión emocional en ellos. (…) Si conoces a alguien en la vida real, también puedes “probártelo” por un tiempo para después devolverlo al estante sin ninguna explicación». En cuestiones sentimentales, el terreno está allanado socialmente para que nos echemos al monte y nos entreguemos a la práctica del terrorismo emocional. Buscar el amor en 2022 se ha vuelto un poco como un día en la vida del señor de este dibujo de Kafka:
En fin, no sé. Es algo extraño, pero leer a Eva Illouz es como hablar con un amigo que te consuela diciendo: no estás solo, no hay nada mal contigo en concreto, lo que te pasa es normal. Sus análisis sociológicos son el complemento perfecto a la terapia psicológica, la muestra de que hay procesos sociales que están por encima de lo individual y que van a condicionar siempre la forma que tenemos de relacionarnos. Igual que lo que buscamos en el amor es sentirnos únicos a ojos de otra persona, no hay mayor alivio que el de sentir que no eres especial en lo relativo al desamor. Así que, lectoras, lectores: no estáis solos porque estas cosas nos pasan a todos (y menos mal).
El mes que viene os escribo de vuelta. Si queréis escribirme vosotros a mí, podéis hacerlo contestando a este correo o siguiéndome en Instagram.
Por si sirve la reflexión de un boomer (intermedio entre la situación de los abuelos que describes y la vuestra)
Yo viví la evolución de una sociedad de escasez a una de consumo. Conocí de niño el momento en que se implantaron en mi ciudad (una capital de provincia importante) las bolsas de basura. Las mujeres, que eran quienes se ocupaban de esos menesteres en exclusiva, estaban escandalizadas ¿y no te devuelven la bolsa? -preguntaban.
No existía entonces la cultura del deshecho porque no existía la del consumo.
Viene esto a que nuestra faceta de consumidores (que mis padres no tuvieron) se ha ido extendiendo rápidamente a casi todas las facetas de nuestra vida: alimentos, bienes, servicios, viajes, salud, política y, por supuesto al amor y al sexo.
No me refiero a que paguemos por sexo, que eso es otro debate, sino a que “consumimos” el amor y las relaciones personales como si fuesen un producto más y, lógicamente les aplicamos los modos del consumidor: expectativa, calidad, precio, derecho al desistimiento, garantías, etc.
La frase que citas de Illouz, «es la máxima alienación, los “bienes” son abundantes y fácilmente accesibles, pero uno no pone mucha inversión emocional en ellos. (…) Si conoces a alguien en la vida real, también puedes “probártelo” por un tiempo para después devolverlo al estante sin ninguna explicación» creo que define perfectamente este concepto del amor como un producto.
Y, por si fuera poco para marearos aún más a quienes tenéis que lidiar con el mundo actual del amor (yo tengo el lujo de estar retirado del todo) está esa otra sensación de urgencia que trae la aglomeración de oferta que describes bien: “Estamos condenados a la insatisfacción permanente, a la sensación de que siempre puede haber algo mejor, de que quizás te estás perdiendo a alguien que te llenaría de verdad”. Si lo piensas no se diferencia de la constante atención a la pantalla del móvil `a ver si me he perdido algo en estos dos minutos que llevo sin mirarlo´.
Agotador, lo reconozco. Nosotros tuvimos otros problemas pero ese, no.